Rastros de holandeses en Tierra del Fuego

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Rastros de holandeses en Tierra del Fuego
por Lucas Potenze

Al observar con atención un mapa del archipiélago de la Tierra del Fuego, nos encontramos con topónimos de distinta procedencia: la mayoría de origen español, pero los hay de origen inglés, muchos de ellos puestos por Fitz Roy; algunos, como Ushuaia, que mantienen los nombres autóctonos y, sobre la costa este y al sur del Canal Beagle, muchos de origen holandés, los que francamente llaman la atención.

Al ver, por ejemplo, la Isla de los Estados, uno se pregunta a qué estados se refiere, e igualmente sorprendidos quedamos ante nombres como Estrecho de Le Maire, Seno de Orange, Bahía de Nassau y hasta el Cabo de Hornos, que según el razonamiento bastante lógico de un alumno de escuela primaria, había recibido su nombre de los hornos en que se calentaban los marinos muertos de frío al pasar por el punto más austral del continente.



La explicación está, por supuesto, en que fueron marinos de ese origen quienes descubrieron esos lugares y, como sabemos, los nombres de los accidentes geográficos son, en principio, los que le dieron sus descubridores. Después, pueden ser modificados por intereses políticos, pero finalmente los definitivos son los que impone la costumbre, que suele ser mucho más poderosa que los dirigentes, las enciclopedias, los atlas y los mismos cartógrafos.

La presencia holandesa en nuestro archipiélago es poco conocida porque se limitó a unos pocos viajes en los cuales estas costas no eran más que una estación en el camino hacia las islas de las especies; sin embargo, dejaron marcas más importantes de lo que a primera vista parece.

Durante la mayor parte del siglo XVI, las provincias que forman el actual reino de Holanda eran una dependencia de la corona de España gracias a una serie de matrimonios oportunos y muertes inesperadas que hicieron que el rey Carlos I recibiera de su padre, Felipe el Hermoso, la herencia de los duques de Borgoña, que abarcaba a los Países Bajos. Por la muerte temprana de su padre, el príncipe Carlos, que entonces tenía sólo seis años, pasó a ser rey de los Países Bajos, cosa que a la austera y laboriosa burguesía holandesa no le causó ninguna gracia, y mucho menos cuando el joven monarca comenzó a recargarlos de impuestos para financiar sus guerras y sus ambiciones.

Ya en aquellos tiempos había pocas cosas más diferentes que la mentalidad holandesa y la española, pues mientras aquellos eran un pueblo laborioso y de carácter austero, éstos estimaban a la honra y el coraje como valores supremos. Por eso no es de extrañar que, cuando la reforma protestante rompió con la unidad del cristianismo occidental, los españoles siguieran fieles al catolicismo mientras los holandeses abrazaron la religión calvinista, que, según la interesante teoría de Max Weber, propone la ética más adecuada al desarrollo del capitalismo. Es comprensible entonces que en la pequeña nación holandesa, cuya superficie es menor que la de nuestra isla, hayan florecido con tanto vigor las actividades mercantiles, financieras, industriales y, lo que aquí nos interesa, el arte de la navegación.
A mediados de siglo, Holanda inició una larga guerra por la independencia (proclamada en 1581) al mismo tiempo que se lanzaron a la búsqueda de riquezas al otro lado de los mares.

Para ello, formaron compañías de capital privado que, con apoyo de su gobierno, buscaron llegar a las Molucas, ya fuera por el océano Índico como por la ruta de Magallanes, y son las flotas que eligieron este camino los que llegaron a nuestra isla, por primera vez, en 1599. Esta expedición, comandada por Jacob Mahu, Simón de Cordes y Sebald de Weert, pretendía pasar el estrecho para llegar al Pacífico pero sólo una de las naves lo logró. Otra, la comandada por de Weert, nos interesa especialmente porque fueron sus tripulantes quienes por primera vez avistaron las islas Malvinas, bautizadas por el capitán como Sebaldinas, en un no muy modesto homenaje a sí mismo.
En 1615, se constituyó en el pequeño puerto de Hoorn la Compañía Austral, cuyos socios eran el comerciante Isaac Le Maire y los marinos Juan y Guillermo Schouten. Para su primer viaje dispusieron de dos naves, la Endracht (Concordia) y la Hoorn, las cuales, al mando de Guillermo Schouten e Isaac Le Maire partieron hacia el sur en junio de 1615. Llegados a las costas patagónicas, se detuvieron en Puerto Deseado para reparar las naves, y allí se prendió fuego a la Hoorn que fue totalmente destruida. Con la otra nave siguieron la navegación y descubrieron el estrecho al que llamaron “Le Maire” y la isla a la que los yámanas llamaban Chaunisin y que ellos bautizaron como ”de los Estados”en honor de los Estados Generales, autoridad suprema de su patria de origen. A la costa oeste, o sea a nuestra isla Grande, la llamaron Tierra de Mauricio, recordando al príncipe Mauricio de Nassau, quien entonces dirigía los ejércitos holandeses que peleaban contra España, y luego siguieron hacia el sur hasta que descubrieron “otra tierra [...] que se acababa en una punta aguda a la que llamamos Hoorn...” en honor a su puerto de origen y a la nave perdida. Habían descubierto el punto más austral del continente americano, ese peñón donde chocan los dos océanos más grandes del orbe y que nosotros conocemos como Cabo de Hornos. Digamos finalmente que la nave continuó hacia el poniente completando la primera vuelta al mundo llevada a cabo por marinos holandeses.



La última de las expediciones del siglo XVII fue la comandada por Jacques L’Hermite (casualmente el nombre del archipiélago al sur de Navarino), y G.H. Schapenham en 1623/24. A ellos debemos los nombres del “Seno de Orange” y la “Bahía de Nassau”en el sur de la Isla Navarino (la casa reinante entonces en los Países Bajos era la de Nassau–Orange), pero es recordada especialmente por que protagonizaron el primer encuentro documentado de europeos con yámanas. No fue precisamente amistoso: Habiendo bajado a tierra un grupo de marinos para buscar agua, se encontraron con un grupo de aborígenes con el cual iniciaron relaciones aparentemente amistosas por medio de gestos. Repentinamente, se levantó una tormenta tan violenta que 19 de los holandeses no pudieron volver a la nave y 17 de ellos, aparentemente sin causa alguna, fueron muertos con hondas y piedras por los nativos. Sin embargo, cuando bajaron a tierra para recoger los cadáveres, sólo encontraron a cinco cuerpos descuartizados. Según el cronista de la expedición, al resto los salvajes se los habían llevado para comérselos, de donde nació la leyenda de la antropofagia de los canoeros fueguinos, la que se mantuvo por muchos años y fue aceptada por un observador tan meticuloso como Darwin, aparentemente engañado por los indígenas que había llevado Fitz Roy.

Evidentemente, este itinerario entre terribles tormentas y feroces caníbales no resultaba la más tentadora, por lo que los viajes de los holandeses se discontinuaron. A mediados de siglo se instalaron en lo que luego sería la Colonia del Cabo, en el extremo sur de Africa, y así aseguraron la ruta por el Océano Índico, que fue la utilizada en adelante, cuando los holandeses construyeron su imperio colonial en la actual Indonesia. Tierra del Fuego quedó sólo como un recuerdo más bien ingrato, pero su paso por nuestros pagos quedó fijado en la toponimia y fue origen de mitos que sólo quedaron desmentidos después de la instalación de los misioneros anglicanos, dos siglos y medio más tarde.

Fuente: Diario del Fin del Mundo
07/05/2014

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